lunes, 30 de noviembre de 2009

Ausencia y presencia

Ayer reflexionaba con un queridísimo amigo sobre el significado de "extrañar". Y me surgió la pregunta: si no extrañáramos a nadie, ¿seríamos más libres? A simple vista, la respuesta es "sí". Claro. Cómo no. ¿Quién no quisiera mudarse de ciudad, de país, de continente, sin sentir la ausencia de lo dejado atrás? Podríamos ir por el mundo sin peso, livianos como plumas. Podríamos dejar a nuestros seres amados sin sentirlo y dedicarnos a explorar el mundo sin ataduras. Pero, al mismo tiempo, ¿podría existir el amor sin su contrapartida: el sentimiento de pérdida? ¿Qué clase de amor sería el que no añore al amado?

Mi amigo, que es un ser mucho más atado a la realidad que yo, me decía: "No sé lo que sea el amor". Yo le respondí: "Es querer el bien del otro. Incondicionalmente". Y él arguyó que eso era la visión cristiana del amor. Aquí entraron en juego algunos conceptos psicoanalíticos y poco victorianos que él podría explicar tanto mejor que esta servidora si quisiera asomarse a estas páginas.

Pero luego, me he quedado reflexionando: ¿Qué ocurre con el amor a los lugares? No se puede querer el bien de un lugar. Entonces, ¿eso se llamaría amor? Alguien podrá decir que no existe tal amor, sino que se trata de una simple afición. Y sin embargo, hace poco he leído unas líneas, en una carta escrita para mí por un amigo que hace tiempo viaja por Asia, ese vasto continente. Así dice este bienamado señor:

A India voy a un enésimo viaje; como todos los viajes, más para entender que para ver. Para intentar encontrale un camino a esta vida tan bonita. Nunca he pensado tanto en la muerte como en estos años de viajes, qué triste será tener que dejar a toda esta belleza.

La muerte, ah, la muerte. ¿Añoraremos la vida cuando estemos muertos? ¿Y será porque la hemos amado?

domingo, 22 de noviembre de 2009

La vida virtual

Queridos amigos:

Para comenzar, ¡cuánto os he extrañado! Han sido largos días en que no he tenido mucha paz espiritual. Escribo en la creencia de que tal vez - tal vez - puedan perdonar mi ausencia y vuelvan a estos Tiempos Victorianos.

La causa no está perimida. Yo diría: está cada vez más viva. En estos días en que los he desatendido, no han dejado de ocurrirme cosas que me han llevado a pensar en la necesidad de mantener la mente despierta y el corazón atento a no dejarnos engañar por la falacia de la época.

Sobre todo, he cometido un pecado venial que a la postre ha resultado sencillamente desesperante: he incursionado, por un breve lapso de tiempo, en el mundo del twitter. Amigos, ¡qué gran desilusión! Pues quien me llevó a ello fue un encantador amante muy aficionado - diría que por demás - a este espinoso asunto de las redes sociales. De pronto, me he visto en la necesidad de enfrentar, sin haberlo querido, pequeñeces de su vida privada que nunca - por Dios, ¡nunca! - hubiera querido saber.

He aquí una máxima que parece ser común a estos espacios que se han dado en llamar "virtuales": "Preguntar por la vida de las personas a las personas mismas es una indecencia. Intenta averiguar por tí mismo lo que piensan y hacen. ¡Úsanos!". Pues, queridos, parece que hay un acuerdo tácito no ya en no preguntar más de lo que el sentido común indicaría, sino en no preguntar nada, no saber y, por sobre todas las cosas, no hacerlo manifiesto en las conversaciones. Claro que no hay nada más mentiroso que esta, llamémosle interesante forma de vida, y para satisfacer la natural curiosidad humana se han creado las redes sociales. Me temo que lo que de este lado de los mares nos enorgullecía, la capacidad para hacer manifiestos nuestros sentimientos de un modo decoroso, se está perdiendo. Si queremos saber si la anterior amante o novia de nuestro enamorado era tonta o por el contrario inteligente no se lo preguntamos a él - ¡no señor! - sino que buscamos su nombre en la web. El nombre nos conducirá indefectiblemente a su perfil en alguna red social, y sus comentarios y gustos nos darán la pauta de su coeficiente intelectual.

Amigos, ¡cuánta tristeza!. Pronto, luego de una conversación trivial con nuestro marido o nuestro amante, nos encerraremos en nuestras habitaciones para intentar averiguar, en vano y con la red virtual como aliada, qué nos quisieron decir realmente. Volvamos a las habitaciones victorianas.